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Detenerse en estaciones de servicio puede ser un mero trámite que permite recargar fuerzas, pero en el cine se han convertido en espacios donde se activa la aventura
Estirar las piernas, repostar el depósito, una visita al baño y quizás comprar algún refrigerio. Habitualmente, realizar un alto en el camino en un viaje por carretera supone una necesidad básica, un mero trámite que permite recargar fuerzas para continuar con la travesía. Pero esto casi nunca sucede en el cine o en la televisión, porque de ser así, el público se marcharía aburrido de la sala o cambiaría de canal. Las gasolineras en el cine suelen ser un lugar de tránsito, sí, pero sus representaciones costumbristas, y muy a menudo decadentes, en un paisaje desurbanizado y desolador, ha dado pie a multitud de ocurrencias en el celuloide, bien sean atracos, encuentros fortuitos o incluso explosiones. Y pocas veces han podido desvincularse de la representación de una contemporaneidad, que ha hecho de los vehículos y el turismo su bien más preciado.
El audiovisual ha desarrollado un gran amor por los lugares más olvidados de los territorios, aquellos que incluso se podrían denominar no lugares, debido a su ubicación hostil, vacía y siempre en los márgenes (en este caso, de la carretera). Las llamadas road movies han recargado los depósitos como momento de descanso y detención para el flujo de una historia, más frenética o más apacible, que va sobre ruedas, aunque también han generado el efecto contrario. Lejos de ser una ubicación placentera, en multitud de ocasiones han detonado las tramas o provocado un giro en el guion que puede llegar a definir el resto del viaje.

Extraños en la carretera
En una gasolinera se han entrecruzado caminos y destinos de personajes que, para bien, y sobre todo para mal, han supuesto un antes y un después en el relato de los protagonistas. Las conversaciones fraguadas en torno a un surtidor de carburante acostumbran a pasar por el origen o el destino de quienes las mantienen. En 1967, los descarados Bonnie y Clyde (Faye Dunaway y Warren Beatty en la película de Arthur Penn) le contaban a un joven encargado de una olvidada estación de Texas sus planes de echarse a la carretera para asaltar bancos.
Aquel era Michael J. Pollard, nominado al Óscar por su papel en aquella misma cinta: un osado muchacho que se vio influenciado por dos mentes decididas a saltarse la ley. Y vaya si se sintió provocado para rebelarse contra el sistema: la chulería de Clyde, y especialmente la sorna de Bonnie, hicieron que el chaval aceptase robar el dinero de la caja fuerte de su propio establecimiento y donarlo íntegramente a la causa, lanzando los billetes al interior del coche descapotable. Se trata de un momento germinal de la historia basada en hechos reales, que acabaría incluyendo en el viaje al personaje de C.W. como inestimable colaborador de las fechorías de Bonnie y Clyde, y que desencadenaría en la tragedia final que le esperaba a la pareja protagonista.
Hablando de encuentros decisivos, otra road movie estadounidense producida dos años después incluiría una secuencia de gasolinera, esta vez protagonizada por motoristas en dirección al hedonismo de un carnaval. Bebedora del movimiento hippie, Easy Rider (Buscando mi destino) (Dennis Hopper, 1969) insufló ganas de aventura y exploración a lo largo del estado de Louisiana, pero también desarrollaba un cierto fetiche por los vehículos de dos ruedas, puro símbolo de la liberación en la carretera, sí, pero también de una industria motora de gran relevancia en un país extenso como lo es Estados Unidos.
Una gasolinera resulta el escenario ideal en el que Hopper y Peter Fonda reposten sus motos después de una larga travesía por un paisaje desértico, y de recoger a un misterioso autoestopista (Luke Askew). “Nuestros sueños están en ese depósito”, le reprocha Hopper a Fonda, al observar que el tercero en la ecuación se toma la libertad de introducir el surtidor en el depósito decorado con la bandera estadounidense. “Dejas que un desconocido eche gasolina”. Una imagen tan cargada de simbología rezuma la inseminación del pensamiento anárquico en un sistema prominentemente consumista, una dicotomía por la que ambos protagonistas circularán durante el resto del filme. Cuando se alejan de la gasolinera, dejan a sus espaldas un gigantesco cartel de la compañía Enco que bien podría representar la imposición constante de un sistema como el liberal para las almas emancipadas.

Abandonados a su suerte
Los enormes carteles publicitarios generan una sensación de pequeñez, insignificancia e incluso de abandono a los individuos que circulan por áreas de descanso. La gasolinera ficticia Dinoco en la primera entrega de la saga Toy Story (John Lasseter, 1995), con su cartel iluminado y giratorio de un dinosaurio, escenifica uno de los giros de guion más interesantes del filme, cuando los juguetes con vida Woody y Buzz Lightyear caen del coche de su dueño Andy, quedando desprotegidos en la intemperie nocturna. En un mundo de logotipos y anuncios fluorescentes, el momento es toda una oda al Pop Art y la iconografía del consumo, tal y como cita el profesor Tom Kemper, de la University of Southern California: “La fotografía […] presenta un uso sorprendente de los ángulos y la composición para generar formas geométricas enérgicas […]. Una deslumbrante evocación del encanto y la efervescencia de un mundo comercial” (Toy Story, a critical reading: Londres, Palgrave, 2015).
Una década más tarde, la icónica Volkswagen Kombi amarilla de frenada averiada en Pequeña Miss Sunshine (Jonathan Dayton, Valerie Faris, 2006) estacionaba en moteles destartalados y chatarrerías decadentes en su viaje por Arizona y California, pero también realizaba un guiño a la trama de Solo en casa (Chris Columbus, 1990), cuando la disfuncional familia Hoover al completo olvida a la pequeña Olive (Abigail Breslin) en una gasolinera de camino al concurso de belleza infantil. La comicidad llega cuando el clan regresa al lugar para recoger de nuevo a la hija menor y, a diferencia de los juguetes de Pixar, la positiva niña de las enormes gafas no parecía en absoluto asustada por quedarse tirada en una gasolinera dejada de la mano de Dios.

Arranca la aventura

No es habitual reír en una estación de servicio. El cine más crítico ya se ha encargado de asociarla al mal rollo, e incluso a la sensación de riesgo que podría comportar cierta inhospitalidad. Alfred Hitchcock hacía saltar una gasolinera por los aires en una breve pero inolvidable secuencia de Los pájaros (1963), en la que Tippi Hedren observaba desde una ventana cómo un reguero de gasoil conducía a una inevitable explosión en la apacible localidad de Bodega Bay, convertida de pronto en el absoluto infierno aviario.
La amenaza también se presiente al inicio de La cabaña en el bosque (Drew Goddard, 2011), cuando un grupo de colegas del instituto capitaneados por Chris Hemsworth acude a una remota cabaña para pasar un fin de semana. Poco antes de llegar, el rudo propietario (Tim DeZarn) de una fantasmal estación de servicio les advierte del difícil camino para llegar a lo alto de la montaña, y también de su improbable regreso, además de lanzar varios escupitajos al suelo y llamar “zorra” al personaje de Jules (Anna Hutchinson). La tensión aquí viene acompañada de lo desfasado de los surtidores, frente a la vida más actualizada que representa la caravana de estudiantes, que están a punto de descubrir un fatal destino.
El mismo problema que encuentran los jóvenes para pagar con tarjeta lo encuentra el personaje de Rodrigo (Ernesto Alterio) en El cuarto pasajero, el BlaBlaCar devenido en pesadilla de Álex de la Iglesia. Las estaciones de servicio no serían lo mismo sin sus tiendas de snacks, bebidas o revistas, siempre susceptibles de ser atracadas, y la cinta del director bilbaíno sabe sacarle el máximo provecho, cuando introduce en la cola del mostrador de cobro a uno de los protagonistas: un ególatra sin blanca que se niega a cumplir con la mínima cantidad impuesta por el establecimiento para pagar con tarjeta.
Tras varios intentos fallidos de cobro contactless, el excéntrico llega a sacar de quicio al resto de clientes, y comienza a despotricar de los bancos interesados en cobrar un mínimo por cada compra. La secuencia se vuelve una verdadera batalla campal, cuando Julián (Alberto San Juan) entra en la tienda para buscar a su compañero de viaje: los puñetazos se reparten entre clientes, las bolsas de patatas fritas vuelan por los aires, y ambos protagonistas son perseguidos hasta el vehículo como si les siguiese una cabreada horda de zombis del consumo de aperitivos.
Pero no todo tiene porqué caminar en pro del materialismo: si algo ha demostrado la más reciente Vivir el momento (John Crowley, 2024) es que una gasolinera puede ser también un lugar sentimental. Eso sí, quizás no sea el escenario más higiénico para traer un hijo al mundo. Y si no, que se lo pregunten a Almut (Florence Pugh) cuando, después de romper aguas, se vea obligada a dar a luz en el cuarto de baño de la tienda 24 horas de la gasolinera más próxima debido a la enorme retención que atraviesa de camino al hospital. Además de su marido Tobias (Andrew Garfield), un par de empleados de guardia dejan de lado su trabajo para intentar asistir a la joven en el que, probablemente, sea el lugar menos esterilizado de todo Reino Unido. Ambos dependientes acaban chocando sus puños como colegas, en celebración del buen trabajo en equipo, porque, en el cine, un área de servicio puede llegar a facilitar exactamente eso: casi cualquier servicio.
Escribe: Alberto Richart.