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Son flechas, muñecos y formas geométricas, pero tienen un enorme poder. Su sola presencia nos dice qué hacer, modificando nuestro comportamiento al volante de forma casi inconsciente. Las señales de tráfico componen un lenguaje visual de vocación universal. Y sin embargo, una de sus mayores virtudes es mantener su eficiencia sin llamar demasiado la atención.
Si las señales tuvieran una Biblia (o, si fueran ateas, una Constitución) esa sería la Convención sobre Señalización Vial de Viena de 1968. La han firmado 69 países del mundo, principalmente europeos y en menor medida africanos y asiáticos. La idea era armonizar las distintas señales del mundo, para facilitar el transporte y comercio internacional y reforzar la seguridad vial. Estos valores hicieron que la ONU fuera su gran promotora.
La de Viena fue la última de las tres grandes cumbres internacionales del siglo XX que han definido el modelo de señalización vial más extendido del mundo. Posteriormente se han añadido modificaciones puntuales para introducir nuevos símbolos, como las bicicletas, y acuerdos europeos complementarios.
Este modelo de señalética se caracteriza por priorizar los símbolos por encima de la palabra escrita. Da una gran importancia a la forma geométrica de las señales (triángulo o diamante significan peligro; las rectangulares, información…) y establece una serie de directrices que después, cada país, podrá adaptar a sus señales. Así, aunque el animal más repetido en todas las señales que avisan de animales salvajes sea el ciervo, otros países lo han adaptado a su fauna, incluyendo alces o camellos. Incluso algunas regiones han hecho de la diferencia un atractivo turístico, dibujando en sus señales kiwis (Nueva Zelanda) osos polares (en Svalbard) o monos (en Gibraltar).
Más allá de las diferencias zoológicas, las señales siguen unos estándares comunes. La figura que advierte de un colegio cercano es la de dos niños corriendo (y los niños, a diferencia de los animales, son iguales en todos lados). Pero el dibujo concreto difiere según el país, que cedió protagonismo a diseñadores locales para que adaptaran las señales. Así, hay casos concretos, como el de Margaret Calvert, la creativa que diseñó el modelo de las señales de tráfico en el Reino Unido. Su trabajo le valió el reconocimiento internacional, hasta el punto de que muchos la consideran una de las madres de la señalética actual. No todos los países tienen a una diseñadora gráfica concreta a la que agradecer el trabajo, que muchas veces ha sido colectivo y se ha desarrollado lejos de los focos.
La tipografía usada también es un elemento clave en el que se debe optar por unificar, pero no es así, al menos a nivel internacional. En España la tipografía utilizada en las autopistas se llama autopista, y la que se emplea en las carreteras convencionales, efectivamente, carretera convencional. Otros países han optado por textos más clásicos escritos en Helvética. Aun así, esta cartelería ha reducido las palabras al máximo, limitándola a indicar el nombre de poblaciones, lugares y al ubicuo STOP.
El modelo estadounidense, en cambio, da más importancia a las palabras. Tiene como germen el Manual sobre Sistemas Uniformes de Control de Tráfico, una guía que en 1935 estandarizó los distintos códigos de circulación que habían empleado varios colectivos automovilísticos del país. Este código ha incluído también alguna incorporación europea y se ha ido extendiendo por todo el continente americano, así como a algunos países del cono sur, como Australia y Nueva Zelanda.
Sigue habiendo diferencias entre ambos códigos, los dos principales del mundo, aunque la tendencia, más allá de mantener peculiaridades autóctonas, es a que converjan en un solo lenguaje. Quizá el único, (obviando licencias poéticas como la música y el amor) que es realmente universal.